La flor de caña
Cuentan los hombres y mujeres de antaño que, para semana
santa, misteriosamente a las doce de la noche las manchas de caña florecen las
más coloridas y delicadas flores, algo sobrenatural para esta especie de
planta. Dicen que aquella persona osada que se atreva ir a ese lugar y agarrar
la flor antes que el diablo lo haga, se convertirá en una persona rica si así
lo desea.
Hace ya algunos años, la familia Salavarría se encontraba
reunida por semana santa en casa de los abuelos, cosa que era costumbre para esa
época pasar en familia y compartir los doce platos, además de hacer la
peregrinación por las siete iglesias y ejecutar meticulosamente las tradiciones
católicas de pascua. Carlos, un integrante joven de la casa, era muy incrédulo
de ese tipo de cosas, así que con un amigo que vivía cerca decidieron ese año
poner a prueba la veracidad de las temidas y estrictas tradiciones pascuales.
Al llegar la noche, Carlos y su amigo Juan Hernández,
ensillaron un mular (cosa que es pecado en semana santa), emprendiendo camino
monte a dentro en busca de la mancha de caña más lejana del sector, para
comprobar si es que el escurridizo demonio se les presentaba. A mitad de camino
el ambiente se les puso pesado y la noche iluminada por la luna, poco a poco se
fue oscureciendo hasta ponerse tan lóbrega que ni la silueta de los árboles se
podía distinguir, al instante pasó una cuchucha, o al menos eso fue lo que
pensaron, el animal tenía los ojos tan rojos que parecía reflejados por una luz
fulgurosa, muy extraño para una noche oscura como aquella, Carlos no reculó
ante el miedo, pero Juan sin pensarlo dos veces emprendió marcha de regreso a
casa. Carlos Salavarría, decepcionado de su amigo, siguió su camino a la
misteriosa mancha de caña, a la final no tenía nada que perder, al contrario,
si la leyenda era cierta él se convertiría en un hombre rico.
Después de unos veinte
minutos a paso lento de mular cojo, llegó a la mística mancha de caña, eran
casi las doce y no veía florecer nada, decepcionado giró la cabeza y atrás de él
estaba parado un hombre alto con un gran sombrero negro de ala ancha,
estupefacto, Carlos solo vio sus enormes dientes que figuraban una sonrisa
desproporcionada en su rostro infernal, se desmayó, para encontrarse al
siguiente día acostado en la cuja de su habitación. Carlos contó lo sucedido a
la familia y nunca jamás desobedeció a los viejos.
Contado por Hamilton Mera
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